María, Mayra y Soraya (mis hermanas), Aida y yo. |
Cuando apenas era un niño
al lado de casa vivía una niña de igual edad que yo, esto era en la calle
Hilario Espertin # 11, siempre dijimos que el sector era San Juan Bosco, pero
realmente tenía el nombre de un Fray que ahora no recuerdo. Era una edificación de dos niveles del
concreto armado más duro que había visto en ese momento, tan fuerte y
resistente que soportó las balas de las ametralladoras calibre 50 en la
revuelta del 1965, nunca se quejó ni se desplomó; resistió estoico los
macetazos de las brigadas de demolición de Macorís, a tal punto que para
doblegarlo hubo que buscar una bola de hierro para partirle el corazón en dos y
ponerlo de rodillas.
Al fin, te
doblegaron para darle paso al progreso, ya venía la “27 de Febrero”, este
edificio, mi edificio, lo borraron pero mis recuerdos no. Comenzaba en mi casa y terminaba al dar la
vuelta en la esquina donde había un ventorrillo, “el ventorrillo de Doña Morena”,
la misma tenía una cotorra parlanchina que había aprendido a decir: “¡morena se
‘tan robando lo guineo!, ¡morena se ‘tan robando lo guineo!”, esto lo repetía
hasta que salía la Doña a darle una carrera al “ladrón de guineos”. Mi edificio terminaba justo allí en “la
esquina de Doña Morena”. Aída, era el
nombre de la niña que vivía al lado de mi casa, justo donde comenzaba mi
edificio, sólo nos separaba la escalera y mi timidez. Aquella niña a la que no recuerdo bien se
convirtió en mi primer amor, claro, amor platónico. Era mi vecina, y sus padres y los míos eran
muy unidos. Siempre salíamos juntos (bueno no siempre pero si salíamos con
frecuencia). Su papá era músico y
formaba parte de la orquesta San José, muy famosa en ese entonces, (ya los sucesos
de abril habían pasado), tocaba el saxofón y ejercía el derecho. Tenía un carro “peugeo” en el cual salíamos a
pasear su familia y yo. Me parecía tan
lindo pasear con el amor de mi vida y su familia.
Nunca le dije que estaba enamorado
ni a ella ni a su familia, tal vez si lo hubiese hecho nos hubieran comprometidos
y quien sabe si hoy mis hijos, a quien tanto quiero, fuesen de ella.
Guardo
en el baúl de los recuerdos mentales y traicioneros una escena que no se si la
viví o fueron parte de mis fantasías infantiles. Estaba yo con Aída debajo de
una cama pidiéndole que me bese a lo que ella se negó pues esta no sabia lo
que era un beso… pero tampoco yo. La televisión de ese tiempo no nos ayudaba mucho porque las escenas de amor estaban vedadas, existía mucho pudor en aquella
sociedad acabada de salir de un régimen dictatorial y de los traumas que provocan la
transición hacia una supuesta democracia. Por fin, logramos besarnos, un beso
tierno angelical nada de lenguas nada de salivas, sólo un beso tan suave como
pétalo de rosa, hasta que una voz gruesa y estrepitosa rompió aquel momento
idílico casi celestial, en esa voz, nuestros nombres: ¡Aída! ¡Beto! Al parecer, alguien
se enteró de lo nuestro. Por suerte, no recuerdo el mal rato ¿me engaña acaso el
subconsciente? o ¿me protegió para no entorpecer este recuerdo? La verdad es que este episodio no sé si lo
viví o lo soñé o quizás solo quise contarlo de esta manera.
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