Frondosos
árboles de flamboyán que en armónica reverencia parecen darse un abrazo, dejaban
caer a nuestro paso una nevada de flores rojas, amarillas y anaranjadas, tendiéndonos
una alfombra a nuestro paso por la calle Dr. Delgado. Aquellos enormes árboles, que apenas dejaban
pasar hilos delgados de luz solar, parecían guardias de honor apostados
solemnes a todo lo largo del camino, esperando por los señores de la
realengueza barrial. Caminábamos desde
mi casa hasta el malecón, o hacía la calle El Conde, según soplaba el viento
como velero en alta mar. Cualquiera de
esas calles bajando por la Dr. Delgado hacia el sur y doblando a la izquierda
nos llevaba a nuestro destino.
La calle El Conde, llamada así en honor a Bernardino de Meneses y Zapata (Conde de Peñalva), por su defensa de la ciudad durante la invasión de Penn y Venables en 1655. Para los años en que la visitábamos era una calle de tránsito en doble vía, estrecha con una línea de carro de conchos que apenas montaban tres pasajeros, muy rara vez un carro de éstos se veía apachurrado de gentes, tampoco era una vía de mucho movimiento vehicular. La zona siempre fue comercial y testigo de primera fila de los eventos del 1965. Comandos constitucionalistas se apostaron en la zona aprovechando la inmunidad que goza esta zona declarada por la UNESCO como patrimonio universal.
La calle El Conde, llamada así en honor a Bernardino de Meneses y Zapata (Conde de Peñalva), por su defensa de la ciudad durante la invasión de Penn y Venables en 1655. Para los años en que la visitábamos era una calle de tránsito en doble vía, estrecha con una línea de carro de conchos que apenas montaban tres pasajeros, muy rara vez un carro de éstos se veía apachurrado de gentes, tampoco era una vía de mucho movimiento vehicular. La zona siempre fue comercial y testigo de primera fila de los eventos del 1965. Comandos constitucionalistas se apostaron en la zona aprovechando la inmunidad que goza esta zona declarada por la UNESCO como patrimonio universal.
No
caminábamos El Conde en toda su extensión, sólo hasta una paletera bien
surtida, tan surtida que parecía un almacén de delicias. Estaba ubicada (me parece no lo recuerdo con
claridad) en el mismo Conde esquina Santomé. Una
paletera hecha de madera pintada de azul repleta de dulces de todas clases:
americanos y de otras nacionalidades. Existían
para la época pocas fábricas de chocolates y dulces, en ese entonces estaban
Bolonotto Hnos. y Cortes Hnos., empresas surgidas después del ajusticiamiento
de Trujillo.
Aquella
paletera era el objetivo. A eso íbamos
al Conde. Nos desplegábamos y rodeábamos
al señor dueño de aquella empresa de delicias.
Un moreno claro, fuerte, peso pesado, muy afable, que ahora que lo
pienso no sé porque le hacíamos esto a ese señor. Mientras uno le hacía cuentos y le ponía todo
tipo de conversación para entretenerlo, los otros estábamos con sigilo y manos de
seda tomando las paletas y mentas que podíamos. Cuando este señor se percataba de que aquello
era un asalto a manos llenas, se espantaba de la silla de guano que ocupaba y
nos daba una corrida por todo El Conde, pero claro, aquel señor gordo (no
porque consumiera su mercancía) se cansaba y nos dejaba ir, total eran cosas de
niños, futuros delincuentes, claro si nos dejaban llegar a delincuentes, las
personas de autoridad en el barrio te podían dar una “pela” donde quiera que tú
estuvieras haciendo lo mal hecho, y lo peor no era eso, lo peor era que te llevaban
por un brazo a rastro hasta tu casa y allí nuestros Papás nos remataban. Con tantas personas de un barrio en acecho la
posibilidad de hacerte delincuente era remota.
Luego de aquella vileza infantil bajábamos hasta el malecón a
repartirnos el botín y a disfrutar de aquellos deliciosos manjares que sólo nos
costó un susto.
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