Lo conocía bien. Puertorriqueño, alto, moreno, soldado de profesión; Antes de anochecer, se paró frente al poste de luz en el “parquesito”. Ahora un poco más grande después del paso de
la 27 de Febrero. Midió con sus ojos la altura. Se
quitó el casco y en un leve movimiento en cuclillas lo lanzó, como
el que inicia el saque en un juego de baloncesto. Al segundo, el sol nocturno se apagó, destellantes
estrellas vidriadas caían. El casco
también. Lo aparó y se cubrió de
inmediato para evitar que el cielo de metal lo hiriera en defensa propia.
Lo conocía bien.
En tiempo libre, cuando las trincheras no eran un obstáculo, nos
sentábamos a hablar. No se de qué, no lo recuerdo. Lo que recuerdo siempre es el sabor del chocolate sin etiqueta que compartía conmigo. El alma de un soldado es
algo que no logro entender. Quizás
porque no soy sicólogo o nunca he sido soldado.
Al imaginarlo matando otros hombres, en defensa propia o no, y luego tener
un momento de ternura con un niño desconocido por el que daría la vida en
nombre de la inocencia, es algo que nunca
entenderé.
Miré desde la acera del ventorrillo de Doña Morena como
un tanque de guerra se colocó de frente a la pared del Oratorio Don Bosco, por
la teniente Amado García, hoy 27 de Febrero, y de un solo golpe la
derribó. El estruendo que siguió al
fogonazo estremeció mi inocencia. El
patio del Oratorio fue convertido en un campo de aterrizaje donde diariamente se
podían ver los helicópteros llegar y salir de aquel recinto escolar convertido
en un campamento militar estratégico.
Estuve allí.
Compartía con los Marines. Me
emocionaba ver como las aves de acero arremolinaban todo el polvo rojizo del plei
en donde jugabamos pelota. Uno de los
helicópteros se distinguía por una cruz roja sobre un recuadro blanco. Al llegar todos salieron corriendo hacia la
nave que aterrizaba. Nadie se fijó en
mí. Había alboroto. Los idiomas se mezclaron y todos entendían
la desesperación de la emergencia. Bajaron
un soldado, y luego otro. Lo organizaban
en el ancho pasillo por donde se entraba al teatro del Oratorio. Curioso me acerqué a uno de los cuerpos ensangrentados. Lo conocía bien. En su pecho dentro de un rectángulo bordado
decía Sargento Rodríguez.
No lo lloré. Pero
me entristeció saber que no volvería a saborear chocolates con sabor a Milky
Way, jamón Spam y salmón tuna. Hoy lo
recuerdo con nostalgia aún guardó el abrelatas que me regaló.