"Porque la aflicción no sale del polvo, ni brota de la tierra la molestia; sino que, como los relámpagos se levantan para volar por el aire, así el hombre engendra su propia aflicción. Ciertamente yo en tu lugar buscaría a Dios, y encomendaría a él mi causa".
Job 5, 6-8

julio 14, 2012

Soldado Rodríguez


Lo conocía bien.  Puertorriqueño, alto, moreno, soldado de profesión; Antes de anochecer, se paró frente al poste de luz en el “parquesito”.  Ahora un poco más grande después del paso de la 27 de Febrero.  Midió con sus ojos la altura.  Se quitó el casco y en un leve movimiento en cuclillas lo lanzó, como el que inicia el saque en un juego de baloncesto.  Al segundo, el sol nocturno se apagó, destellantes estrellas vidriadas caían.  El casco también.  Lo aparó y se cubrió de inmediato para evitar que el cielo de metal lo hiriera en defensa propia.

Lo conocía bien.  En tiempo libre, cuando las trincheras no eran un obstáculo, nos sentábamos a hablar.  No se de qué, no lo recuerdo.  Lo que recuerdo siempre es el sabor del chocolate sin etiqueta que compartía conmigo.  El alma de un soldado es algo que no logro entender.  Quizás porque no soy sicólogo o nunca he sido soldado.  Al imaginarlo matando otros hombres, en defensa propia o no, y luego tener un momento de ternura con un niño desconocido por el que daría la vida en nombre de la inocencia, es algo que nunca entenderé.
Miré desde la acera del ventorrillo de Doña Morena como un tanque de guerra se colocó de frente a la pared del Oratorio Don Bosco, por la teniente Amado García, hoy 27 de Febrero, y de un solo golpe la derribó.  El estruendo que siguió al fogonazo estremeció mi inocencia.  El patio del Oratorio fue convertido en un campo de aterrizaje donde diariamente se podían ver los helicópteros llegar y salir de aquel recinto escolar convertido en un campamento militar estratégico.
Estuve allí.  Compartía con los Marines.  Me emocionaba ver como las aves de acero arremolinaban todo el polvo rojizo del plei en donde jugabamos pelota.  Uno de los helicópteros se distinguía por una cruz roja sobre un recuadro blanco.  Al llegar todos salieron corriendo hacia la nave que aterrizaba.  Nadie se fijó en mí.  Había alboroto.  Los idiomas se mezclaron y todos entendían la desesperación de la emergencia.  Bajaron un soldado, y luego otro.  Lo organizaban en el ancho pasillo por donde se entraba al teatro del Oratorio.  Curioso me acerqué a uno de los cuerpos ensangrentados.  Lo conocía bien.  En su pecho dentro de un rectángulo bordado decía Sargento Rodríguez.
No lo lloré.  Pero me entristeció saber que no volvería a saborear chocolates con sabor a Milky Way, jamón Spam y salmón tuna.  Hoy lo recuerdo con nostalgia aún guardó el abrelatas que me regaló.