En una de tantas veces que bajábamos al Malecón, a veces
sólo a caminar otras a darnos un chapuzón, no en la parte de Güibia sino en la
playa que se encuentra por el lado del obelisco hembra por los frentes del
Napolitano, hotel restaurant que toda la vida que tengo siempre lo he visto
ahí. Hoy, al mirar atrás, me pregunto
¿cómo era posible que nos bañáramos en aquel pedazo de playa contaminada y
sucia? Claro, nada como la contaminación
de hoy.
Moreno, su hermano Fernando, Cesar y yo después de las bellaquerias
del Conde nos encantaba bajar al Malecón a darnos un chapuzón en aquellas aguas
infectadas del mar Caribe. No éramos los
únicos, otros tigueritos de otros barrios también hacían lo mismo. Para bañarse allí había que seguir dos reglas
elementales: no irse muy lejos de la orilla y saber guardar la ropa para que al
salir no llegaras encueros a tu casa.
Muchos de los carajitos que allí nos bañábamos parecíamos
pequeños delincuentes, pero robarle la ropa a los otros era más un acto de
maldad que de ratería. Sólo era la
diversión de ver al despojado con cara de extrañeza preguntándose cómo iba a
llegar a su casa. La ropa vieja que
usabamos no tenía ningún valor. Eramos expertos
en meternos al mar y guardar bien la ropa.
Cuidado, el mar es traicionero cuando las acciones de los niños son
desobedientes.
La orilla del mar en esa parte era segura, por eso difícilmente
ninguno de los bañistas se arriesgaba a irse demasiado lejos. Además la profundidad y el oleaje eran
tremendos desafios a la razón. De repente
una ola gigantesca (todo era enorme a mi edad) me cubrió no pensé en nada sólo
sentí como el mar me jalaba hacía dentro.
Entre braceos desesperados escuché la voz de Fernando que gritó
¡entierra las manos en la arena!, así lo hice casí simultáneamente con él. Cuando las garras de Poseidón me soltaron
salí embalado más asustado que el diañe.
Había tomado agua por boca y nariz. La tos no me dejaba pronunciar una
palabra. Fernando me puso boca abajo y
me hizo botar parte del agua que había tragado.
Moreno y Cesar sólo me veían algo contrariados, creo que pensé, que
ellos pensaron, ¡mierda! y si Beto se hubiera ahogado. De verdad, las pelas hubieran sido muchas pero
los sentimientos de culpa hubieran dolido más.
Vomité el agua salada del mar Caribe tiznada de color chocolate y
caramelo. Cuando por fín, mis primeras
palabras de resurrección ¿Fernando, y no fue ahí que tú pusiste tu ropa?
De vuelta a la casa por toda la Dr. Delgado los
flamboyanes se quedaron mirándonos con asombro.
Se preguntaban ¿qué pasó con la Realengueza Barrial?, Habían perdido el
glamour, ahora parecían taínos: Fernando con las camisas amarradas a la cintura
como tapa rabo y los otros con el pecho afuera.
No tengo que decirles qué pasó cuando llegamos. Nos saborearon el pelo que todavía guardaba
la sal del mar y las correas hablaron.
Ese día lloramos pero no fue suficiente, seguimos bañándonos en el
Malecón, más cautelosos cada vez.