María (mi hermana), yo y Roquel. |
Desde
los primeros años de mi vida fui muy inquieto, era lo que se podía decir “un
niño de la calle”. No provenía de una
familia de ricos. Pero al leerle esta parte a Mamá, me recordó que yo asistía
al colegio en horario de la mañana, que nunca me faltó comida, ropa, educación
de hogar, y que debo tener cuidado con lo que escribo. Ella tiene razón olvidé esa parte.
La
verdad es que yo jodía mucho, y junto con Brico (el hijo de Viola), Cesar (el
hijo de doña Tatica) y Moreno (el hijo de doña Tinita), era que jodíamos. Nos íbamos a “leventiar” y a “marotiar” en
bandadas desde tempranas horas de la mañana (bueno esto debió ser en vacaciones
o fines de semana, Mamá me recordó que yo asistía al colegio en horario
matutino, eso no se me puede olvidar) y regresábamos en ocasiones hasta de
noche. Prácticamente nos pasábamos un
día entero recorriendo parte de las calles de la ciudad. Desde la Hilario Espertin, tomando la calle
Dr. Delgado hacia abajo, atravesando aquel túnel de árboles que discretamente
dejaban pasar un rayo de sol, hasta Güibia pasando por la calle El Conde. Esos eran los límites de mi ciudad.
El grupo, constituido en pandilla,
salía sin rumbo. Subíamos la Hilario
Espertin hasta la casa de Alejandro Tejeda, en la intersección que hoy es Av.
27 de Febrero con calle Rosa Duarte, bajábamos la Rosa Duarte hasta la Francia
en donde girábamos a la derecha con rumbo a la casa del padre del coronel
Francisco Caamaño, esto era en la esquina calle Francia con calle Pedro A.
Lluberes. Esta casa tenía un atractivo:
un enorme y frondoso árbol de mango.
El patio de aquella casa parecía
un parque, completamente verde lleno de follaje y matas ornamentales, la
tentación era irresistible, en ese momento entendí a Eva en el Paraíso. Como equipo táctico Swat nos tirábamos por la
verja de la calle Francia y nos trepábamos como monos en aquel gigantesco árbol
de mangos. Nos subíamos dos y el resto
se quedaba abajo recogiendo los frutos entre las franelas y los bolsillos de
los pantalones. Esto sucedía hasta que
alguien dentro de la casa se daba cuenta y soltaba los perros, ¡qué terror! ¡Se
armó el juidero! No había en ese momento corredor de pista con obstáculos que
nos ganara en la competencia.
Los que estaban en las ramas
bajitas se tiraban y lograban saltar la verja, pero los que habíamos subido un
poco más alto sufríamos las consecuencias.
Podían pasar horas negociando para bajar de aquel extraordinario árbol. Al final bajábamos nos daban una “pela” o nos
dejaban un buen rato asustandonos con llevarnos preso. Por suerte, éramos niños traviesos haciendo
“maroteo urbano”, siempre nos dejaban ir ¡qué susto!
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